miércoles, 17 de abril de 2013

Der Katze

Érase una vez un gato que era alérgico a sí mismo. Habíase visto jamás semejante cosa, pero era así y así sería a lo largo de su vida (porque ya se había acabado las otras 6).
El pobre minino intentaba vivir a diario con esta condición que lo atormentaba con estornudos, moqueo y una inflamación de la cara permanente.
Un día, cansado de esta situación, decidió hacerse un tratamiento hipoalergénico. Los doctores gatunos le hicieron ver lo peligroso de la maniobra y los riesgos que esta podría conllevar, como perder su gatunidad para siempre. Pero nuestro querido amigo gato alérgico a sí mismo, cansado de el lagrimeo que le causaba su propia gatosidad, tomó el riesgo de tan radical tratamiento.
Y así, después de 36 procedimientos -que incluían baños con aceites de guanabana y shampú de ricino, así como una terapia de inyecciones a base de ciclopentanoperhidrofenantreno y compuestos tetrapirrólicos- nuestro querido Misifú (el nuevo nombre que había decidido tomar, dejando atrás aquel nombre viejo que nunca sería vuelto a mencionar para evitar así los recuerdos de tan dolorosa y comezonuda existencia pasada) era totalmente hipoalergénico. No más ataques de tos ni comezón en las patitash. No más hinchazón de cara ni más adrenalina inyectada en un ataque anafiláctico a las 2 am. No más moqueo constante que tantas veces era causa de penas en las reuniones del club.
Entonces, el pequeño Misifú, decidido a disfrutar de su nueva vida, se dedicó a las actividades propias de su especie: tomaba siestas de 10 horas ya no interrumpidas por la falta de aire que le causaban sus propios pelosh. Miraba con desprecio e indiferencia total a su amo mientras este le hacía caricias, ya sin tener la cara ridículamente hinchada. Se limpiaba a lengüetazos cada parte de su cuerpo, ya sin tener esos accesos de tos en los que sentía que sacaba la pleura. Finalmente, hacía demostraciones de habilidad ninja, ya sin sentirse pesado y tieso por el edema en sus pieceses.
Después de 3 meses de esta contínua agenda gatuna, Misifú llegó a la conclusión de que la vida que tanto había estado deseando era extremadamente aburrida, y poco a poco el deseo volver a la vida como Ramón, el viejo nombre que ahora extrañaba un poco, le invadía el corazón. Recordaba la emoción que le inyectaba a su existencia el saber que si no corría a tiempo por su ampolleta de adrenalina moriría trágicamente, así como el placer que le quedaba después de estornudar y estornudar y pensar -oh shi, ya pasó-. Recordaba también los viajes al veterinario en los que encontraba a sus viejos amigos de hospitalización: el pato manco, el cuyo con prolapso rectal y el loro con verborrea y diarrea.
Ramón (el ser llamado Misifú ahora le molestaba) pasaba las horas perezosas viendo por la ventana, pensando en que debió haberle hecho caso a su médico cuando le decía que a veces era más difícil una recuperación psicológica que la recuperación de los 36 tratamientos -que incluían baños con lactobacilos Casei Shirota-. Triste, el pequeño Ramón fue a la cocina de su dueño, y encontrando la bolsa de cacahuates que aquél no le dejaba tocar, decidió comer unos mientras veía un poco de TV. A los 15 minutos, Ramón sentía que la garganta se le cerraba, corrió a verse al espejo del baño y vio emocionado cómo su rostro era del tamaño de un melón. Rió con ganas cuando sintió que el aire le faltaba y casi encontró melódico el sonido de las sibilancias que provocaban sus pulmones luchando por respirar.
Misifú moría trágicamente. Ramón era tan feliz.