Me dejabas el zaguán de tu edificio abierto, subía los 3 pisos, esos tres pisos que me quitaban el aire y que seguramente me hacían parecer un enfermo jadeando por el deseo al llegar a tu departamento ¿Cuántas veces habrás pensado que jadeaba porque deseaba estar contigo? No tengo idea querida, no tengo idea. Era esperar a que me respondieras a la puerta, recargarse en el balcón, voltear fingiendo un sobresalto cuando por fin abrías, normalmente con ese shortcito tan feo que solías usar. Si no era el shortcito era quizá la pequeña falda, n´importe pas.
Pasar al departamento "cruzar las puertas del infierno" me decía a mí mismo algunas veces. Y era esperar a que dijeras "pasa" y llevar la mochila hasta tu cuarto, porque en la mochila venían los condones, y qué molesto era tener que volver hasta tu pequeño vestíbulo por ellos y por eso era mejor llevarlos y...
Te recuerdo acostada en la cama con tu computadora mientras me sentaba en el borde para quitarme los zapatos, luego acostarse a tu lado fingiendo que se tenía alguna molestia o simplemente dando el gruñido de costumbre.
Era entonces tiempo de comenzar el estúpido juego de fingir ver la tele y fingir que reías por algo en la computadora. Los días malos me contabas una historia con ese modo tan tuyo de contarme las cosas: intensamente aburridas para mí. Pero había que mantener la farsa y decir los -ajás- y los -porque eres una torpe-.
Quince minutos. El tiempo que dejaba pasar desde que me quitaba los zapatos hasta que empezaba a besarte o quitarte la ropa era quince minutos. Nunca dejé pasar más tiempo querida, no sé porqué tenía esa extraña afición a dejar pasar quince minutos. Si no los dejaba pasar sentía que sería demasiado apresurado y terminaría viniéndome demasiado pronto como en esos tiempos ¿Recuerdas esos días? Que horriblemente frustrantes eran. Luego podía pasar a los primeros contactos físicos, picarte la panza o empezar a acariciarte "distraídamente" las piernas. Nunca entendí porqué te resistías tanto si eras tú la que me llamaba para que fuera a tu casa, nunca entendí esa manía por el juego, quizá tu necesidad de ser deseada, qué carajos sé yo.
Un tiempo te gustó hacer como que no querías besarme. Te ponía encima de mí y fingías que no querías y yo te mantenía ahí y te tomaba por las caderas y te besaba el cuello y decías que no y que no. Pero no, el no nunca fue un no. Alguna vez debimos habernos puesto una palabra de seguridad ¿no crees? Algo como pingüino o atún, ya sabes, esas palabras de seguridad siempre deben tener algo de absurdas para poder cumplir bien su cometido. Pero en fin, hablaba de tu extraña inclinación por hacerte la novicia tentada por el deseo sexual, asustada por no entender la razón de desear tanto algo prohibido y marcado en tus huellas mnémicas. Ah, que pesado era entonces tener que besarte despacito despacito y moverte las caderas por sobre mí. Lo que me consolaba es que después eras tú misma la que terminaba por quitarme la ropa.
Algo interesante en ti es que no te importaba rebajarte a las peores vejaciones, parecía no importarte, ¿O es que lo disfrutabas? Mi querida pervertida, quizá yo era más tu objeto que tú el mío. Es demasiado probable, siempre fui demasiado pretencioso para creer que pudieras tener algún tipo de control sobre mí.
Esa noche terminamos cansados, jadeando sobre la colchoneta que usábamos porque tu cama se movía demasiado y decías que se te cansaban las piernas, además que estabas en tus últimos días y no querías manchar las sábanas como aquella vez. Estábamos acostados y me recargaba sobre tu cintura, tú me acariciabas la espalda ¿O estabas tú recostada en mi pecho y yo te rascaba la cabeza? Sí, creo que era de ese modo. En fin, te comenté de mi reciente afición por aprenderme poemas. Respondiste alguna testarudez como las que normalmente respondes pero no pude evitar decirte aquel de:
"No se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de sorportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono,
bajo ningún pretexto, que no sepan volar. "
Y te quedaste en silencio, quizá intentando descifrar si iba dirigido a ti, pero sabías muy bien que no, que solo le recitaba poemas a la desnudez, a la obscuridad de tu departamento. Poemas que nunca serían para ti.